Desde mediados de los años noventa, la pintura de Wences Rambla (Castelló, 1948) se ha ido volviendo, si cabe, más metafísica y conceptual. Los lazos con el mundo natural han variado, lo cual no significa que no haya bebido de su fenomenología –formas, colores y texturas– y que en el espectador, ante su contemplación, no despierte su propio imaginario y construya hipotéticas imágenes de índole paisajista sugeridas por las formas de nuestro artista. Así, por ejemplo, ante Green Landscape II, de 1997, uno puede ver unas pistas de aterrizaje o unos haces de luz que se adentran en un fondo marino, pongamos por caso, pero ciertamente no es eso –representar un aeropuerto o el fondo del mar– lo que pretendía Rambla; aunque tampoco impide que un espectador ante esa composición “vea”, como digo, unas pistas o unos caminos trazados en una llanura.
En cambio en otras obras –como Remembering “El Yunque”– nuestro artista alude a vivencias que tuvo en una visita que, ahora hace veinte años, realizó a la selva tropical puertorriqueña. Los trazos en diagonal de la pintura, breves y chispeantes, evocan una persistente lluvia; y una eclosión generalizada o sinfonía de color verde invade todo el espacio plástico. Verde de todos los tonos imaginables, habidos y por haber, que apuntaban a la variedad de ese croma base que tanto le impactó. Sin embargo, eso no es óbice para que -con mayor o menor aproximación a la realidad extramental- ese tránsito de los inputs exteriores a la propia pintura que plasma Rambla, quede sustancialmente transfigurado por su mente; revitalizado así con ideas y procesos mentales que, evidentemente, de querer etiquetarle sin más de paisajista sería un craso error.
Wences Rambla ha ido evolucionando, pues, hacia un espacio de creación mental, por el que su visión del entorno natural está enormemente elaborada. Así, en lugar de mirar al exterior –mejor dicho, mirar y observar sí lo hace, pero esto no le basta– sus ojos se vuelcan hacia el interior en busca de las huellas profundas que la experiencia de la naturaleza ha dejado grabadas en su sensibilidad. Es en estos ámbitos recónditos donde obtiene verdaderamente las fuentes de inspiración para sus obras. Con todo, posteriormente Rambla ha dejado entrever más acusadamente, y sin perder su creativa manipulación icónica, la referencialidad de determinados parajes, como en su serie titulada “Topologías o la esencia del paisaje”.
Cada obra del castellonense es una invitación al goce sensorial: las evanescencias de los tonos –per se o mediante límpidas veladuras–, el tratamiento de las sombras, los ritmos compositivos en estratos o articulados en superposiciones…, hace que entremos en un mundo donde, por mor del ordenamiento de la geometría, todo fluye en un espacio continuo que parece no tener principio ni fin.
Los signos caligráficos y las estructuras geometrizantes que parcelaban su obra antaño, van dando paso a un mundo mucho más dinámico donde la rigidez compositiva cede protagonismo en favor de una mayor expresividad y libertad comunicativas. La aparición de oblicuas y expansivas diagonales intersectadas por otras rectas, la sinuosidad de los grafismos, la presencia de una cierta perspectiva aérea, etc., son recursos que coadyuvan a la creación de este nuevo espacio que ha venido caracterizando su pintura en estos los últimos años.
En suma, y como dijo de él hace algún tiempo Vicente Aguilera Cerni:
“Les seues obres més madures porten a uns processos cognoscitius on la percepció, la memòria, allò imaginatiu i racional sintetitzen la complexitat dels seus propis processos fins a arribar a un determinat resultat en el qual intervenen signes, tons sensitivament elaborats i formes o estructures regulars, potser formant espais paral·lels.
Art de síntesi, l’obra de Rambla desemboca en productes altament suggestius que proposen una original i seductora aliança entre intuïció i lògica, mitjançant sèries bellament controlades i resoltes amb singular solvència”.
PASCUAL PATUEL CHUST
Prof. Titular de Historia del Arte.
Universitat de València