Si a principios del siglo XX algunos pintores abandonaban los pinceles y los cambiaban por la máquina de fotografiar buscando una mayor proximidad, entre intelectual y erótica, con sus objetos del deseo, cosa que hicieron, entre otros, Wilhelm von Gloeden o Man Ray, y si en pleno siglo pasado la fotografía supo hacer con el cuerpo humano, y con las naturalezas muertas, lo que la escultura y la pintura hacían magistralmente en la Grecia y la Roma clásicas, como es el caso de Mapplethorpe en la fotografía, ahora, siguiendo o apropiándose de estos referentes cultos como el mismo Andy Warhol hizo con los más banales o sublimes objetos de consumo (desde un bote de tomate o una botella de Coca Cola a un retrato de Elvis Presley o de Marilyn Monroe), Joan Costa devuelve la fotografía convertida en un icono o en una reliquia del pasado a la pintura; y así la transforma en un juego de espejos y de maravillas: pasados presentes y presentes pasados donde vida y muerte, belleza y drama, ideología y religión se mezclan en una tensa armonía de formas, símbolos y luces que nos cautivan, nos atrapan y nos hacen sentir y pensar a la vez. Porque la pintura actual de Joan Costa no sólo nos fascina sino que nos inquieta, porque todo y nada al mismo tiempo es lo que es; o nada, que es todo, es lo que parece. ¿Apariencias? ¿Iconos? ¿Reliquias? ¿Fotos? ¿Cuadros? ¿O no es una ironía barroca, tan refinada como pop, mostrarnos a una joven y divina Elizabeth Taylor convertida en una Verónica entre sedas que nos muestra la cara de Ché Guevara como la de Jesús de Nazaret en el Calvario?