La artista alicantina Begoña Baeza (1975) juega con el cambio de escalas a narrar una historia que engloba, a su vez, otras muchas. Para ello, se vale de efectos visuales dentro de la más pura tradición barroca. Sus proyecciones son trampantojos, engaños de la mirada, en las que los objetos, el mobiliario y los personajes pierden sus proporciones reales para trasladarnos a un espacio imaginario, propio, no se sabe si producto de la realidad o el sueño.
Las imágenes proyectadas se combinan con objetos a pequeña escala, cuya intención es hacer real la fantasía reflejada en las proyecciones, hacer visible la irrealidad. Crear escenas en las que el propio espectador sea partícipe de las mismas, en las que se admita el engaño, como una forma de seducción y juego.
Las fotografías que Begoña presenta, en las que resulta revelador el carácter narrativo de sus composiciones así como su contenido fílmico, son escenarios que vagan entre la serenidad y la perversión, entre la inocencia y la provocación. Imágenes cinematográficas que recuerdan al cine negro, el retrato de una América rural de porches de madera con mecedoras y muchachas balanceándose en ellas. No obstante, la falsa inocencia de sus imágenes nos remite a un imaginario personal más retorcido, siniestro y oscuro cercano a la estética de David Lynch. Como en las películas de este director, la atmósfera que se construye está siempre en equilibrio constante con el estado emocional de los personajes, pasando de lo onírico a lo absurdo.
El mundo colorista construido por Begoña Baeza está más cercano a un viaje de retorno, en que la ingenuidad se ha perdido y carga con un equipaje que contiene viveza y oscuridad. Este caleidoscopio anímico absorbe al espectador y lo traslada a su “imaginario propio” con sus pequeños objetos, con sus niñas, con su dulzura y perversidad.